
Lobilleros y lobilleras bajo la pancarta de la fiesta agosteña en la popular aldea Foto: GACETA
Aurelio Maroto
El Lobillo es un paraje curioso. Está lejos de La Solana, a unos 24 kilómetros, al que se llega tras cubrir una larga, sinuosa y estrecha lengua de asfalto. Ni siquiera pertenece a su término municipal, sino al de Argamasilla de Alba. Pero los solaneros son los auténticos responsables de que el poblado se mantenga vivo. Han pasado los años y El Lobillo, igual que su vecina, La Calera, no sólo no ha sido abandonado, sino que redroja porque varias familias se resisten a marcharse para siempre. Remozan sus casas, que han cambiado alacena por frigo, camastro por somier, basurero por cuarto de baño, silla de enea por sillón de diseño, y chimenea por vitrocerámica. ¿Una estirpe? No, pero se le acerca. Son los “Lobilleros”. U "Obilleros", como decimos por aquí. Y lo llevan a gala.
Este viernes, lobilleros y muchos que no lo son, disfrutaron de la fiesta mayor de la popular aldea. “Empezamos casi de broma; unos pocos dijimos de hacer unas paellas y mira, llevamos seis años y cada vez viene más gente” –nos dijo Prado Mateos-Aparicio-. Vicente Guerrero “Chocolate” es otro obillero de siempre. “Se puede decir que casi nací aquí, y me da mucha alegría porque recuerdo a mis antepasados y pienso lo que disfrutarían viendo este ambiente”. Aún recuerda cuando se alumbraban con candiles y aquellas largas estancias de temporada. “Nos tirábamos aquí veranos enteros con la familia”. Rafael Palacios “El Pesca” también aprendió a caminar entre esas callejuelas terregosas. “Llevo viniendo al Lobillo 62 años, que son los que tengo”. “Para nosotros es un sentimiento de grandeza y amor propio mantener las raíces de aquí”.
Hace seis años montaron la primera fiesta agosteña. Rafael fue uno de los promotores, “pusimos 25 euros cada uno, hicimos varias paellas y quedamos contentos”. Al año siguiente, lo mismo. Pero todo tiene un límite: “nos hartamos de preparar tanto y dijimos ‘el año que viene, tipo Castillo’”. Desde entonces, cada cual lleva instala sus mesas, sus sillas, trae a sus invitados y prepara sus viandas. Lo dicho, tipo romería, lo cual no quita responsabilidad y trabajo a los promotores. “Para mí se quede. Llevo preparando toda la semana” –nos decía Vicente-. Hay que preparar un equipo de música, poner banderitas, colgar la pancarta, comprar los cartones del bingo… “Adornamos unos días antes, siempre los mismos claro” –ironiza el amigo Chocolate-.
Entre tanto, hay que avisar al Ayuntamiento de Argamasilla, que facilita el alumbrado, como nos cuenta Prado. “Hacemos una petición formal con tiempo y a los quince días nos contestan; dos o tres días antes de la fiesta vienen y nos ponen los focos; la verdad es que colaboran con nosotros, aunque lo suyo es que pongan luces fijas”. En una entrevista concedida a Radio Horizonte, el alcalde de Argamasilla, Pedro Ángel Jiménez, se comprometió a instalar luces y arcos definitivos para esta fiesta.Por cierto, también dijo que haría una visita ese viernes por la noche. Pero al hombre debió surgirle algo de última hora. Quién sabe.
El caso es que en la fiesta hubo risas, alegría, camaradería, y seguramente algún atracón, sólido y líquido. Hubo de todo excepto una cosa: prisas. La velada se prolongó hasta hacerse inacabable. Rafael “El Pesca” cogió el coche y se fue a Alhambra a comprar churros. Entre tanto, se cocinaban conejos de campo en la sartén. Era de día y había que desayunar, o almorzar, como llamamos por aquí a la primera comida del día. A eso de las 12 ¡del mediodía! se retiraban a descansar los últimos obilleros. Con el estómago lleno y la satisfacción del deber cumplido, por supuesto.