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La ciudad

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Instante en que el árbitro pita el final del partido. La Solana era equipo de Tercera División                                                         Foto: GACETA

           Aurelio Maroto

La suave lluvia que caía sobre Quintanar era una caricia que camuflaba el sudor de los guerreros. Sudor, lágrimas, quizás también sangre. Y miradas al cielo, a ese cielo tantas veces negado. Pitó el árbitro y Los Molinos quebraron sus aspas, de nuevo. Las lágrimas franjirrojas se mezclaban con las amarillas. Qué ironía, qué distintas unas de otras. Nadie se acuerda del finalista. El verde se tiñó de amarillo, invadido por la bendita locura de una afición impagable, la mejor de todas. Los futbolistas corrían, los aficionados corrían, los directivos corrían. Algunos como pollos sin cabeza, intentando digerir el atracón de emociones que se echó encima de repente. Adrenalina por las nubes. Estaba pasando de verdad.

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Capelo -izda- llora junto a su hermano al término del encuentro                                                                        Foto: GACETA

Tendido sobre la hierba, Capelo lloraba como un niño. Llegó su hermano y se abrazaron con la mente puesta en el mejor rematador de cabeza de la historia del club… con permiso de Almarcha. Un Almarcha pletórico que cerraba los puños en señal de júbilo. Su gol de cabeza y el minuto 33 germinan ya en los anales, y lo sabe. Muy cerca, otro héroe, Juli, un buldozer de humanidad que no paraba de gritar “¡nadie nos hace un gol, j…! Descomunal su despliegue defensivo junto a Sancho, inmenso toda la temporada; y junto a Diego Sevilla, que llegó justo a tiempo para terminar de sellar el compartimento estanco de la mejor defensa de la categoría.

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La afición amarilla expresó su júbilo sobre el césped                                                                                                                   Foto: GACETA 

En ese desenfreno galopaba Mini, como si el partido no hubiera terminado. Poco importa que su año no haya sido el mejor, los buenos siempre acaban apareciendo y su play-off ha sido de escándalo. Y qué decir de Juan, inmaculado en el difícil rol de sustituir al añorado Manuel. Y mezclado en la vorágine asomaba la menuda figura de un gigante del balón: David Sevilla. Volvió a su pueblo para esto, igual que Manolo, el mejor guardián posible de las llaves de la portería. De las llaves del ascenso.

Los abrazos brotaban por doquier. Espontáneos, recios, auténticos. Como el que crucé con Naranjo. ¡Qué pedazo de promoción! Sólo sus piernas, y sus costillas, saben los trastazos que se han llevado. Bendito sufrimiento, como el de Crístofer. Callado y a las callandas, así fue forjando su hueco en el pequeño paseo de la fama amarillo. Nunca se le vio tan desatado. Lloró antes, lloró después. Ese triunfo es suyo porque rearma su autoestima. Y su pedigrí. La Moheda le ha hecho volver a sentirse futbolista. Su abuelo, esa muleta en la que se apoya, lo sabe bien. Como Javi Grillo, ¡qué olfato el suyo! Quería un equipo ganador y acertó cuando decidió venir cuando el frío enero más arreciaba.

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El champán corrió durante la celebración en el mismo campo                                                                                     Foto: GACETA

En la marabunta se mimetizaba Jesús Bueno, fijo en las alineaciones hasta que una lesión frenó su gran temporada como reconvertido lateral. Da igual. Volvió para ayudar, como durante todo el año ha ayudado José Mari, siempre preparado y siempre cumplidor desde su rol de segunda unidad. Lo mismo que Xavi, involucrado como el que más y cuyo palo de selfie inmortalizó las celebraciones más íntimas del vestuario. Dos juveniles, Alfonso y Samu, disfrutaban del momento y aprendían a la vez mientras Raúl Delgado, el gran ausente del play-off por lesión, intentaba ser consciente de que este ascenso es tan suyo como el que más.

Por allí aparecían algunos clásicos. Por ejemplo Jose López, el gran capitán, un alma de Dios al que también pertenece este ascenso. O Toni Huertas, el ‘René Higuita’ solanero cuando se ponía bajo palos, y el presidente que se echó el club a las espaldas cuando pintaban bastos. Con él empezó todo.

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Con lluvia, con frío... La hinchada amarilla dio un ejemplo de fidelidad                                                                                  Foto: GACETA

Junto al vestuario, Goyo miraba a su hijo como artífice de que él estuviera ahí, ayudando a su amigo Manolo Sancho. El míster era un volcán de sentimientos, aunque se afanaba por mantener la calma. El fútbol le dio mucho y le quitó algo. Pero aquella lesión incurable con 27 años quedó enterrada definitivamente en Los Molinos. Su carrera como entrenador encontró allí su graduación definitiva.

Y qué decir de Miguel Molina. Enfundado en esa camiseta conmemorativa parecía una morcilla atada y, en verdad, daban ganas de comérselo… a besos y abrazos, como así hicieron jugadores, directivos, prensa y aficionados. Sin él, el CF La Solana no es lo mismo. Hasta el presidente, Pablo Díaz-Malaguilla, que sólo se transforma en carnaval, daba rienda suelta al alborozo. Capitanea, y lo seguirá haciendo, esa pequeña legión de titanes que pueden estar, y lo están, orgullosos de su trabajo. Volaban botellas de champán, que viajaron bien escondidas, amplificando los vapores del éxito.

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Los jugadores también celebraron el ascenso en la Plaza Mayor de La Solana                                                                         Foto: GACETA

Caía la tarde en Quintanar. La afición, inflamada de sana complacencia, regresaba a casa. La lluvia arreciaba y el municipal de Quintanar cerraba sus puertas. Allí no estaban para fiestas. Quedaba el campo de hierba mojada tras el campo de batalla, oliendo a soledad, como diría Perales. Mientras, la Plaza Mayor de La Solana esperaba a sus héroes… Nunca fue tan acertado el mantra de siempre: ‘el fútbol es así’. La Moheda ya espera, ansiosa, su retorno a Tercera. Iba siendo hora.

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Almarcha, el héroe de la promoción, con el pelo tintado de amarillo y azul, señala a los artífices del ascenso          Foto: GACETA

 

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